La calavera de cristal by Manda Scott

La calavera de cristal by Manda Scott

autor:Manda Scott [Scott, Manda]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Ficción, Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2009-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo 17

Nueva España, tierras bajas del sur, octubre de 1556

Murciélagos. Murciélagos por doquier. Una marea de chillidos y aleteos atestaban las copas de los árboles del claro, emborronando el sol de la tarde e imponiendo una oscuridad únicamente soportable porque el alma de la piedra corazón canturreaba una tonadilla de bienvenida que acallaba el alboroto e inundaba el lugar de una luz azulada, colmando el falso ocaso con la claridad hiriente de la Aurora.

Cedric Owen se sentía transportado por aquel sonido cegador. Se tambaleó al inclinarse, pero por fin pudo dejar a Fernando de Aguilar sobre el suelo tras acarrearlo medio día por una selva cada vez más escarpada, con Diego abriéndose paso a hachazos entre la maleza diez metros más adelante.

Aguilar no despertó cuando lo depositaron sobre las hierbas altas del claro, pero tampoco había abierto un ojo en ningún momento, ni tan siquiera al oír los chillidos de los pájaros durante todo el día, o los rugidos del jaguar o a causa de la mula asustada, cuyo rebuzno había ahuyentado a los murciélagos en desbandada. Tampoco había despertado durante los tres días de viaje que los habían conducido hasta allí, hasta ese claro a medio camino de una montaña en plena selva, donde no había nada que explicara por qué allí no habían crecido los árboles; solo se oían los murciélagos y la cantilena de la piedra corazón.

—Este es el lugar —dijo Owen irguiéndose—. Lo percibo.

—En ese caso acamparemos.

Diego empezó a despejar un círculo en la hierba para encender el fuego. Carlos y Sancho, sus hermanos, que los habían acompañado, se ocuparon de atar las mulas y de buscar leña. Se cruzaban con Owen sin mediar palabra, si bien él estaba convencido de que los tres le miraban con buenos ojos por haberse cargado a Aguilar a la espalda y haberlo llevado las últimas leguas. No estaba seguro de ello, pero lo que le sorprendió y a la vez le dolió era que su opinión le importaba lo bastante como para darse cuenta.

Con tal de hacer algo, se agachó para controlar el pulso de Aguilar en el cuello y en la muñeca que le quedaba. De los tres pulsos de la muñeca, el del hígado parecía ser el más frágil, y el del corazón era poco estable, lo cual no indicaba nada que no supiera ya. Había cargado con el español al hombro desde el alba y había oído cómo empeoraba su respiración a medida que los pulmones se le llenaban de líquido y una neumonía al principio leve iba convirtiéndose, con el paso de las horas, en grave. Lo único que podía hacer Owen era obligarle a ingerir agua y acaso una pizca de valeriana y corteza de sauce, a sabiendas de que se las administraba para su propia tranquilidad, para sentirse útil, pues no creía que fueran a surtir demasiado efecto.

Tras comprobar que no había serpientes, dejó el zurrón con la piedra corazón a un lado y extrajo de sus profundidades el saquito de medicamentos que llevaba consigo.



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